Si se desea comprender cualquier fenómeno contemporáneo, es esencial examinar su historia. Nada surge de manera aislada; todo tiene precedentes, aunque se presente de forma evolucionada en la era actual.
El comunismo, por instancia, representó un fracaso rotundo en los ámbitos político, económico y cultural durante el siglo XX. Según datos históricos, regímenes como la Unión Soviética (1917-1991) causaron entre 20 y 60 millones de muertes por hambrunas, purgas y represión, de acuerdo con estimaciones en El libro negro del comunismo (1997, Harvard University Press).
La Revolución Cultural china (1966-1976) generó hasta 2 millones de fallecidos y un estancamiento económico, como documenta Frank Dikötter en Mao's Great Famine (2010). A pesar de este legado catastrófico, ciertas ideologías persisten bajo nuevos nombres, abrazadas por sectores anticapitalistas, ambientalistas radicales y defensores de agendas LGBTQ+.
Estos grupos se autodenominan "defensores de los derechos humanos", pero incurren en contradicciones evidentes, como apoyar el aborto —que, según la Organización Mundial de la Salud, supera los 73 millones de procedimientos anuales en el mundo (datos de 2023)— mientras condenan otras formas de vulneración de la vida.
Desde sus orígenes, estas corrientes pretenden proteger a los más vulnerables mediante la expropiación de quienes acumulan riqueza por mérito propio, criticando los monopolios privados. No se justifica aquí el monopolio estatal, que históricamente ha generado ineficiencias —como en Venezuela, donde PDVSA pasó de producir 3,5 millones de barriles diarios en 1998 a menos de 700.000 en 2023, según OPEC—. En cambio, se defiende el monopolio voluntario surgido de la preferencia del consumidor por calidad superior, como ocurre con empresas tecnológicas que dominan mercados por innovación y demanda orgánica.
Quienes abrazan estas visiones promueven la igualdad social absoluta y la redistribución forzada de la riqueza, concepto avalado incluso por instituciones como el Vaticano bajo el término "justicia social" en encíclicas como Rerum Novarum (1891).
Al mismo tiempo, vilipendian el sentido común y etiquetan como "extrema derecha" cualquier disidencia. Por ejemplo:
- Defender la autoridad parental en la educación de los hijos —un principio respaldado por estudios como el de la OCDE (PISA 2022), que asocia mayor involucramiento familiar con mejores resultados académicos— se tacha de extremismo.
- Expresar amor por la nación, un sentimiento que, según encuestas de Pew Research (2021), fortalece la cohesión social en países estables, se equipara a nacionalismo peligroso.
- Vivir la fe cristiana de manera coherente, alineada con doctrinas milenarias, se considera retrógrada.
- Cuestionar el feminismo woke que niega dimorfismo sexual —contradicho por la biología básica, como el cromosoma XY/XX y diferencias hormonales documentadas en Principles of Gender-Specific Medicine (2017, Elsevier)— se califica de transfóbico.
- Explotar recursos naturales para la prosperidad nacional, como Noruega con su fondo soberano de petróleo (valorado en 1,5 billones de dólares en 2024, según el Banco Central noruego), se etiqueta como ecocidio.
- Abogar por la soberanía popular frente a élites globales —evidenciada en foros como Davos, donde el 1% más rico controla el 45% de la riqueza mundial (Credit Suisse Global Wealth Report 2023)— se denuncia como populismo de derecha.
Quienes confrontan estas narrativas son sistemáticamente expulsados de espacios públicos, plataformas digitales y debates académicos, fomentando un monocultivo ideológico. Este fenómeno se agrava porque amplios sectores, a pesar de su alfabetización y títulos universitarios —se estima que las tasas globales de matriculación superior al 40% en tertiary education (UNESCO 2023)—, adoptan estas ideas acríticamente, viéndolas como una salvación progresista orientada al futuro. En realidad, su frivolidad y superficialidad solo precipitan el caos social, al priorizar dogmas importados sobre el razonamiento independiente.
A esto se suma el rechazo a evidencias empíricas: políticas de redistribución extrema han correlacionado con declive económico en casos como Cuba (PIB per cápita de 9.500 dólares en 2023 vs. 12.300 en Chile, según Banco Mundial), mientras que naciones con énfasis en mérito y mercados libres, como Singapur (PIB per cápita de 82.800 dólares), prosperan. Además, la agenda ambientalista radical ignora que la pobreza energética mata más que el cambio climático —según la OMS, 3,8 millones mueren anualmente por contaminación indoor en países en desarrollo (2022)—. En última instancia, esta cultura no avanza; recicla fracasos históricos bajo un velo de virtud, erosionando libertades individuales y cohesión societal en nombre de un progreso ilusorio.