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El surgimiento y desarrollo de la Unipolaridad, Bipolaridad y Multipolaridad en el mundo.

La historia demuestra que ningún orden polar es eterno. La unipolaridad tiende a generar resistencia y coaliciones contrapeso; la bipolaridad produce carreras armamentistas agotadoras; la multipolaridad facilita guerras por desequilibrios rápidos. Cada cambio de estructura ha traído consigo revoluciones tecnológicas, transformaciones ideológicas y reconfiguraciones profundas del orden mundial.
21 de noviembre de 2025 por
Balta Anay

El surgimiento y desarrollo histórico de la unipolaridad, bipolaridad y multipolaridad


​La distribución del poder en el sistema internacional nunca ha sido estática. Desde los albores de la civilización, la humanidad ha oscilado entre momentos en que una sola potencia impone su voluntad sobre vastas regiones del planeta, períodos en que dos colosos se enfrentan en una lucha existencial por la supremacía y épocas en que múltiples centros de poder compiten, se alían y se equilibran entre sí. Comprender estos ciclos —unipolaridad, bipolaridad y multipolaridad— no es un ejercicio de mera curiosidad histórica: es la clave para interpretar el mundo contemporáneo y anticipar su futuro.

​El concepto de polaridad fue sistematizado por Kenneth Waltz en su obra seminal Theory of International Politics (1979), donde define la estructura del sistema internacional por el número de grandes potencias capaces de proyectar fuerza militar y económica a escala global o regional decisiva. Un sistema es unipolar cuando una sola potencia supera con claridad a todas las demás en capacidades combinadas; bipolar cuando dos Estados se encuentran en un nivel superior al resto, y multipolar cuando existen tres o más actores de peso comparable.

​Ya en la Antigüedad encontramos ejemplos claros de esta dinámica. En Mesopotamia, entre los siglos XIX y VI a. C., el Imperio neobabilónico bajo Nabucodonosor II logró una hegemonía regional que le permitió destruir Jerusalén (587 a. C.), someter a Egipto y controlar las rutas comerciales del Creciente Fértil. Aunque limitada geográficamente en comparación con imperios posteriores, Babilonia ejerció durante varias décadas una supremacía militar, cultural y económica que ningún otro reino pudo desafiar seriamente: un caso temprano de unipolaridad regional.

​Siglos después, entre 1206 y 1368, el Imperio mongol bajo Gengis Kan y sus sucesores construyó la mayor extensión territorial contigua de la historia: más de 24 millones de km² y una población sometida que superaba los 100 millones de personas. Desde el Pacífico hasta el Mediterráneo oriental, ningún Estado pudo resistir el poder militar mongol basado en la caballería ligera, la logística superior y el terror psicológico. Como señala Jack Weatherford en Genghis Khan and the Making of the Modern World (2004), los mongoles crearon la primera verdadera “pax mongólica” que facilitó el comercio eurasiático durante más de un siglo. Fue, en términos absolutos de territorio y capacidad coercitiva, la unipolaridad más impresionante de la historia premoderna.

​El modelo clásico y más estudiado de unipolaridad duradera lo ofrece, sin embargo, el Imperio romano. Desde la consolidación del principado por Augusto en el 27 a. C. hasta la deposición de Rómulo Augústulo en 476 d. C. (y en Oriente hasta 1453), Roma mantuvo una hegemonía sin rival real en el mundo mediterráneo y europeo. Su superioridad se basaba en la combinación de legiones profesionales permanentes, una red vial que permitía mover ejércitos con rapidez inaudita, una economía monetaria integrada y un derecho que se aplicaba desde Escocia hasta Siria. Como escribió Edward Gibbon en Decadencia y caída del Imperio romano (1776-1788), “bajo el dominio romano, el espacio de sesenta o setenta días de navegación separaba los confines más lejanos del imperio, pero ninguna potencia extranjera interrumpía la paz”. Ningún Estado bárbaro o parto pudo desafiar seriamente esa supremacía durante casi cinco siglos: el mundo conocido fue, efectivamente, unipolar.

​Tras la caída de Roma Occidental en 476, Europa entró en un largo período multipolar caracterizado por la fragmentación del poder entre reinos germánicos, el Imperio bizantino y, más tarde, el califato islámico. Entre los siglos VIII y XI existió incluso una bipolaridad de civilizaciones: por un lado el Imperio bizantino como heredero de Roma y baluarte del cristianismo oriental, y por otro el califato abásida (y antes el omeya) que desde Bagdad controlaba desde el norte de África hasta Asia Central. Ambos imperios mantenían ejércitos permanentes, flotas poderosas y sistemas administrativos sofisticados, mientras el resto de Europa occidental permanecía fragmentado en feudos. Solo las Cruzadas (1095-1291) y la posterior expansión otomana rompieron este equilibrio.

​En la Edad Moderna, Europa volvió a un sistema multipolar clásico entre los siglos XVI y XIX: España bajo Carlos V y Felipe II intentó una hegemonía universal que fue contenida por Francia, Inglaterra, las Provincias Unidas y el Imperio otomano. El Tratado de Westfalia (1648) consagró formalmente la multipolaridad europea, y el Congreso de Viena (1815) la reorganizó tras las guerras napoleónicas alrededor de cinco grandes potencias (Gran Bretaña, Rusia, Austria, Prusia y Francia). Como explica Henry Kissinger en Diplomacy (1994), ese fue “el más puro sistema de equilibrio de poder que haya existido jamás”.

​El siglo XX marcó el tránsito más dramático y rápido entre estructuras polares de toda la historia. Hasta 1945, el mundo era multipolar: siete grandes potencias (Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Japón, Estados Unidos y la Unión Soviética) competían en un equilibrio inestable que derivó en dos guerras mundiales. La Segunda Guerra Mundial destruyó o debilitó irreversiblemente a cinco de ellas. En la Conferencia de Yalta (febrero de 1945) y, sobre todo, con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki (6 y 9 de agosto de 1945), Estados Unidos reveló una capacidad destructiva que ninguna otra nación poseía. La Unión Soviética, aunque ocupaba la mitad de Europa, tardaría cuatro años en detonar su primera bomba atómica (1949) y más tiempo aún en alcanzar paridad estratégica. Entre 1945 y 1991 el mundo fue estrictamente bipolar: dos superpotencias que concentraban más del 80 % del gasto militar mundial, controlaban alianzas militares globales (OTAN y Pacto de Varsovia) y competían en todos los ámbitos, desde la carrera espacial hasta la propaganda ideológica.

​El colapso de la Unión Soviética entre 1989 y 1991 dio paso al que Charles Krauthammer denominó en 1990 “el momento unipolar”. Por primera vez en la historia, una sola potencia —Estados Unidos— concentró cerca del 50 % del gasto militar mundial, dominaba las instituciones financieras internacionales, poseía bases en los cinco continentes y proyectaba poder cultural a través de Hollywood y las tecnologías de la información. Autores como Francis Fukuyama (El fin de la historia y el último hombre, 1992) creyeron que esta unipolaridad liberal-democrática sería permanente. Sin embargo, desde la crisis financiera de 2008 y, sobre todo, desde la década de 2020, el ascenso económico y militar de China, la reafirmación de Rusia, el crecimiento de India y la emergencia de potencias regionales (Brasil, Turquía, Irán, Arabia Saudita) han puesto en cuestión esa hegemonía.

​Hoy asistimos a una transición incierta. John Mearsheimer (2018) sostiene que estamos regresando a una bipolaridad clásica entre Estados Unidos y China, esta vez centrada en el control tecnológico (5G, inteligencia artificial, computación cuántica) y el dominio del Indo-Pacífico. Otros analistas, como Graham Allison (Destined for War, 2017), advierten del riesgo de la “trampa de Tucídides”: cuando una potencia emergente amenaza desplazar a la establecida, el conflicto es altamente probable. Al mismo tiempo, la Unión Europea, India y otros actores buscan mantener cierta autonomía, lo que podría derivar en una multipolaridad más compleja y potencialmente inestable.

​La historia demuestra que ningún orden polar es eterno. La unipolaridad tiende a generar resistencia y coaliciones contrapeso; la bipolaridad produce carreras armamentistas agotadoras; la multipolaridad facilita guerras por desequilibrios rápidos. Cada cambio de estructura ha traído consigo revoluciones tecnológicas, transformaciones ideológicas y reconfiguraciones profundas del orden mundial. Comprender estos ciclos históricos no es solo un ejercicio intelectual: es la herramienta más poderosa que tenemos para interpretar conflictos actuales en Ucrania, Taiwán o el Ártico, y para anticipar si el siglo XXI será nuevamente bipolar, multipolar o, contra todo pronóstico, volverá a intentar una unipolaridad (esta vez tecnológica y globalizadora).

Bibliografía

  • Waltz, Kenneth N. (1979). Theory of International Politics. Long Grove: Waveland Press.
  • Kissinger, Henry (1994). Diplomacy. Nueva York: Simon & Schuster.
  • Krauthammer, Charles (1990/91). “The Unipolar Moment”. Foreign Affairs.
  • Fukuyama, Francis (1992). El fin de la historia y el último hombre. Barcelona: Planeta.
  • Mearsheimer, John J. (2001; ed. actualizada 2014). The Tragedy of Great Power Politics. Nueva York: Norton.
  • Allison, Graham (2017). Destined for War: Can America and China Escape Thucydides’s Trap? Boston: Houghton Mifflin Harcourt.
  • Weatherford, Jack (2004). Genghis Khan and the Making of the Modern World. Nueva York: Crown.
  • Gibbon, Edward (1776-1788). Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Madrid: Turner (edición moderna).
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